-Todo
puede servir, toma notas, me había dicho Nadia al salir de la Redacción.
Somos
compañeros desde que terminamos la carrera en la Universidad de Ostende allá
por los ochenta. Ni que decir tiene que ella aún permanece en la sección de Notas
de Sociedad desde el primer día. A mi hace ya seis años que me encargaron de la
sección de Sucesos. Menéndez, el redactor jefe, ya a punto de la jubilación me
había llamado a su despacho. Creo que dijo:-Pásate los interrogantes como un
malabarista, las cartas en la entremanga”, y a modo de aviso.-Tú lo justo, y
sin salirte del manual, que no quiero problemas con “la social”
La
tarde es gris y fría, ha estado lloviznando desde primeras horas de la mañana y
el asfalto de las aceras refleja nítidamente los colores de los paraguas y de
las gabardinas de los transeúntes. La cenicienta luz que emiten los escaparates
de los comercios es pisada inmisericorde por los empleados de las oficinas de
la calle principal que apresuradamente se dirigen a la boca de metro cercana
sin fijarse en nada ni en nadie.
Frente al Meridian Bank, donde si no, aparcados dos coches policiales
con los lanza destellos azules parpadeando. Una banda de plástico roja y blanca
impide el acceso a la calle lateral. Algunos curiosos detrás de ella
impacientes fotografían con sus teléfonos móviles todo aquello que se mueve. Lo
mismo la llegada del juez forense que en ese preciso instante se apea de un
Rover 900 negro con impecable abrigo gris marengo, que la ambulancia gris claro
aparcada sin ningún movimiento digno de mención que permanece aparcada al
principio de la calle con las puertas traseras abiertas en espera de que llegue
la camilla rodante en cualquier momento.
-Del
Diario Test, dije al policía impecablemente vestido de azul marino con bandas
reflectantes horizontales blancas mostrándole la credencial. En ella se podía
leer Narciso Rodríguez, reportero nº 1.267 y en la que una fotografía mostraba
mi rostro de siempre con el bigote fino y recortado de los cuarenta ocupando el
dorso completo sin vergüenza alguna.
La
mujer aparentemente joven estaba echada junto al bordillo, mantenía una mueca
helada y vacía, con el pelo rubio cubriéndole parte del rostro. Junto a la nuca
un pequeño charco de sangre que empezaba a diluirse con la lluvia que había
comenzado a caer. La falda de cuadros grises y rojos aparecía detrás de un
abrigo gris claro abotonado hasta la cintura con unos grandes botones de madera
marrón. Los pies, aparentemente dislocados, se enfrentaban en una posición
inverosímil, habían perdido sus zapatos de cuero negro mate que descansaban apenas
a unos centímetros. El bolso, también negro, era inspeccionado por el inspector
que dictaba notas a su ayudante, un tipo bajo con sombrero de ala marrón y
melena negra rizada y brillante.
-Carmen Riza, logré oír de entre el susurro de palabras que salían
silbando de sus labios finos.
El
fogonazo del flas del fotógrafo me despistó un instante, lo justo para no
llegar a oír el fin de la comunicación. Probablemente dijo Segovia, ¿o fue
Soria? Consultaré luego, creo que Riaza es de Segovia.
Devolvió el carnet de la mujer a la cartera roja de mano y la introdujo
en el bolso.
El
juez se incorporó después de la inspección del cadáver y protegiéndose de la
lluvia bajo el toldo de rayas azules y
blancas de la tienda de ultramarinos próxima dijo a los sanitarios sin apenas
esbozar una leve sonrisa
-Pueden
llevársela… Un camillero era negro, precisamente el que hacía las veces de
conductor. -Está clarísimo que fue un resbalón, comentó su compañero, la lluvia, el asfalto, una hoja, un golpe seco
en el cráneo con el bordillo y ya está. ¡Mala suerte!
- Vaya tarde más fría, masculló el inspector,
¿me firma el parte? Le presentó un bloc amarillo.
-¡Si, terminemos ya! Y firmó al borde.
Las
ruedas de la camilla con cámara de goma dejaron sus huellas apagadas y tristes en la calle al dirigirse
con el cuerpo de la joven a la ambulancia. Inmediatamente salió de la tienda
una dependienta con una escoba de esparto y restregó el suelo con energía,
mecánicamente; llevaba un impermeable trasparente con capucha bastante
arrugado.
Me
retiré con la angustia calándome los tuétanos de los huesos. Miré el reloj, un Titán de los años setenta
regalo de cumpleaños de mi padre de aquel marzo cualquiera, y sus agujas se
rendían a las siete y veinte.
Mientras
me servían el café solo, negro y largo, ¡americano! dicen, que había pedido a la camarera hispana
en el Bar Rojo, llamé a la Redacción.
-Nadia,
no llego, hay tráfico y quiero que salga mañana. Toma nota.
“Carmen Riza, joven castellana murió de un resbalón pasadas las cinco a
la salida del Meridian Bank. Descanse en paz”. Y lo de siempre, tú ya sabes…
-¡Narciso!,
oí el grito histérico de Nadia. -¡Detalles! ¡Siempre detalles! Una y mil veces
te lo repito. ¡Toma nota de los detalles! Y así continuó incansable.
-Vale
Nadia, te quiero.
Camino despacio por la calle Recoletos mientras me levanto el cuello de
la gabardina, comprada en Moradillo la mejor boutique de la ciudad hace años,
porque la lluvia arrecia. Días grises, calculados por algún autómata, metódicos
sin apenas perfiles. Mi esposa Nadia me ha dado tres hijos, tengo un Lancia
1600 verde oscuro y un piso de casi noventa metros cuadrados que me dejó mi
hermano el mayor Juan, solterón empedernido, que murió hace cinco años en el
sanatorio público de pulmonía según informó la doctora que nos atendió; y una
vida por delante que tengo inexcusablemente que vivir. Debo arrastrar los
detalles, los pies, la mente y porqué no decirlo, la mediocridad. He de
diluirme, como el azucarillo, en la vida que me rodea haber si consigo
endulzarla.
Suena
el teléfono móvil, revolotea y vibra dentro del bolso, me llaman.
-¿Porqué? Me falta el porqué, dice Nadia.
Pulso
una tecla y creo que es la de colgar. Que más da.
¿El
porqué? Y que importa el porqué. ¡Por todo y por nada! A algunos se nos quitó
la etiqueta al nacer. Me parece que estaba gritando como un energúmeno a mi
vida...
Una
pareja de jóvenes que pasan a mi lado del brazo reparan y me miran con
curiosidad. Piensan –ese hombre habla solo, ¡pobre hombre! Y se alejan.
Apresuro la marcha y me dejo ir, como todas las tardes, hasta el día siguiente en que llevaré más
detalles justo en el bolsillo interior de mi americana de lana color marrón.
Vitoria veinticinco de
noviembre de dos mil trece