La
casita pretendía ser el hogar materno. Tenía siete pisos y una
azotea que nunca nadie pisó. En cada piso había una habitación
pintada de distintos colores. La planta baja era comunitaria. Allí
pasaban casi todo el día los hermanitos, los papas y rara ver la
abuelita. Estaba pintada de amarillo. Para acceder a los pisos habían
construido una escalera de madera en el jardín. En la primera planta
tenían el dormitorio los papas. Solo había una cama grande de
matrimonio, una mesa con una lámpara y un arcón. En la segunda
planta tenía su camita Camila, la benjamina de la casa. En la
tercera planta rampaba Florita, la única niña rubia. Encima estaba
la habitación de Caperucita que además de la camita tenía un
perchero donde colgar la capa y una pared pintada de rojo. En la
quinta Pedrito chutaba con una balón a una portería pintada de
negro en la pared. En la sexta Albertito el pequeño de los niños
que aún tozudamente a los nueve años se empeñaba en dormir en su
cuna azul. Y en la última planta la abuelita Monse que siempre
estaba acostada por unas dolencias que nunca nadie supo de qué. Su
ventana, por cierto siempre estaba abierta.
Un
buen día mama llamó por la ventana a Caperucita y gritando dijo :
-Baja que tienes preparada ya la cena de la abuelita. Todos se
asomaron a sus ventanas al oír la demanda de mama. Bajó Caperucita
y pasando por la habitación de Florita vio algo raro. Florita tenía
los bolsos de la bata llenos de algo pues le abultaban mucho.
Prosiguió escaleras abajo.
-Aquí
esta la sopa, aquí la tortilla y aquí tapada con una servilleta una
manzana, dijo la mama. Agua tiene ya la abuelita. Sube despacio.
Al
pasar por la habitación de Camila esta se bebió la sopa de un
sorbito. Al
pasar por la habitación de Florita esta masticaba a dos carrillos
algo que Caperucita no pudo saber el qué. Dejó la manzana en su
cuarto Caperucita. Y
Pedrito y Albertito en un plis plas acabaron con la tortilla de la
abuelita.
Presta
Caperucita dispuso unos frutos, que colgaban de la copa del árbol
que llegaba hasta la altura de la habitación de la abuelita, debajo
del mantelillo.
Cenó
la abuelita de esos frutos rojos brillantes y jugosos, y dicen que
desde esa noche todo era cantar y cantar de la abuela hasta las siete
de la mañana e incluso hasta el mediodía algunas veces. Y reír,
mucho reír por la tarde hasta que volvía papa de recoger el ganado. Y si tardaba en subirle la cena incluso llegó a jurar a
grito pelado.
Ahora
que me llevan al colegio, interna, de la ciudad, ¿qué va a ser de
ella?. Las bayas rojas, ¿quién las dispondrá en la bandeja?. Una
niña de mi cole dice que su abuelita es drogadicta. Cuando le he
preguntado qué era una drogadicta, me ha dicho que canta, ríe y
jura a según que horas del día. ¡Ah, ahora caigo, ha dicho
Caperucita, a la abuelita le pesaba demasiado el misterio de la
azotea. Y a otra cosa mariposa desde entonces.
Vitoria
veintidós de febrero de dos mil doce
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