Cuando
la espada endeble garabatea el espacio a la velocidad del relámpago
ella hace acto de presencia.
Se
sienta a mi lado y ajena al espadachín, desenfunda su bolígrafo
rosa y comienza a escribir. Ensimismada, permanece atenta y precisa a
su tarea, ausente en nuestra presencia, lejana, inaccesible.
¿Qué
interioriza?
Sus
dedos acarician, largos y diminutos a un tiempo, y son
correspondidos.
El
tumulto, la poesía, el código amargo de la reunión, el verso, los
chillidos en los pasillos, el beso alado y sublime a la amada joven,
el portazo, entablan pelea estallan a nuestro alrededor y nos
confunde. Ella lejana siempre a estas horas. Podría ser mi amada
durante años o un instante, y sin embargo es tanta la distancia
entre nosotros, que se cruzan miradas y verbos sin encontrase en el
espacio. Los colores inundan la estancia. Las tres lámparas iluminan
su rostro. Los aros que penden en el lóbulo de su oreja son negros y
apenas cuatro lazos de pelo se escapan para cubrirles. Inocentes
juguetean a su alrededor. Romántica. Cuando se ríe se lee
inocencia, refleja juventud en su rostro.
Y
la monótona palabra en vez de calmar, como latigazo sacude y enerva
mi ánimo hasta el aburrimiento. Los niños buenos con olor a Nenuco.
¡No! Con olor a heno permanecen prisioneros y cambiantes.
Ella
atiende, segadora ruborizada, persigue la huella de la inspiración
tras las láminas, que diseminadas en el tablero largo descansan
acabadas por hoy.
Judimendi
el veintinueve de febrero de dos mil dos
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