Y ella abandonó la estancia.
-Voy a mear-, dijo.
Todos sin darnos
apenas cuenta, cómplices, reímos. Hizo un mohín con la fresa de sus labios y
salió. De regreso, radiante como una
puesta de sol, se sentó a su lado.
Ana, con el suéter
cuello cisne color miel permanecía con el bolígrafo suspendido en el aire
ausente, distraída, tal vez pensaba. De
sus orejas suspendían dos aretes plateados. Eran el regalo de Andrés
-De la India, son de
la parte occidental-, le había dicho mientras terminaba de quitarse los
calcetines, -donde los arrozales interminables se pierden hasta el infinito.
-¿Has dicho Italia?-,
y suspiró. Era patético contemplarle desnudo en medio de la habitación decorada
con papel azul cielo donde hasta las cerezas resultaban chillonamente rojas.
-¡No! La India-,
repitió.
Apartamos las
cortinas. Llovía. Cuatro transeúntes se apresuraban bajo el paraguas cruzando
la plaza. Eran casi las siete. La espada del tiempo siempre presente entre
nosotros.
Hicieron el amor
apresuradamente, sin el tenor preciso ni la pausa de los enamorados.
Todo entre ellos era apresurado. Sonaba una canción creo que
de Leonard Cohen.
-Toma-, y extendió la
mano.
-¿Qué?-.
-..un recuerdo-.
-¡Ah! la liga-.
Se ha desvanecido el
instante mágico.
Escribe embelesada
ahora. Se detiene. Prosigue. Me parece que esta tarde es una castaña pilonga
enorme que rueda por la mesa sin miedo a detenerse y caer para estrellarse
sobre la tarima. Apoya la mano en su pelo ensortijado. Suspira. Sus dedos
acarician el rizo que le cae sobre la frente. Vuela su bolígrafo azul sobre las
cuartillas blancas sin vacilar. ¡Ah! y probablemente luego sonría. El suéter
ajustado sigue mostrando su respiración tranquila. Tal vez sus senos estén
fríos. ¡Que locura!
La hora termina justo
ahora plácidamente.
Vitoria cinco de noviembre de dos mil
trece
No hay comentarios:
Publicar un comentario