Deslumbra la blancura
de su piel en el habitáculo oscuro desde dentro. Su color importa, y sus
vestidos, y la perspectiva suspendida en el tiempo. Es sencillamente una
declaración de principios humanos. Arlequín doméstico y dócil por la tarde,
cuando el día debilita los sentidos, sonrosado en ninfas de algodón por la
mañana.
No sé si pelarla.
Se acercaron hasta
bailar desnudos arqueando los cuerpos en el aire, los abrazos al ritmo de la
música hasta descoyuntarse suspendidos en el aire.
Nada cierto.
Y al pronto sonó la
alarma y todos han permanecido alborotados un rato. El ventilador lanza el aire
hasta las esquinas de la habitación vacía mientras se diluyen las voces
llorosas, infantiles, y los placeres del mundo se atropellan
ininterrumpidamente en el tiempo. Las voces adornan la mesa, son la pesadilla
de la tarde a cada instante. El niño sigue luchando indiferente contra la
muerte alejado de la última sabiduría. El texto también muere y desvanece.
Judimendi una tarde de octubre de dos
mil trece
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