Narciso
Rodriguez Hidalgo, y lo supieron tarde en el aula 3 E cuando “El
albergue de las mujeres tristes” se depositó en la estantería del
fondo enfrente del ventanal desde el que se divisa la valla de las
espinas verdes. Dentro del estribillo de la copla alegre.
Te
vas por peteneras al zoco porque huyes del año aquel del
renacimiento, cuando después de inventarte un nombre certificaste un
lugar magreado por el tiempo, quizás Ciudad Negra. Y trabajaste en
el fielato de La Azucarera junto al vertedero de “La Mulata”
trajinando el pasado con verbos y melodías, bufidos de vapor del
trenecillo de Almorchón y juramentos velados entre los dientes
amarillos de los de Marchamalo.
Y
cerrando los ojos, fuertemente agarrado a las sábanas, han
transitado tus pasos por habitaciones de mil casas, pintadas de
colores, de carbón y telarañas, que olieron distinto cada noche,
cada suspiro. Quieto y cercano, con el dobladillo entre los dientes,
has ido y vuelto y retorcido. Las nubes, las tocaste todas en un
instante preciso de tu existencia, como antílopes asustadas
perseguidas por el viento se han juntado en el remanso del río verde
esmeralda donde pastas ahora.
Probablemente
las horas se dividan en dos o tres y los momentos en miriadas de
segundos mientras permaneces esperando elegir el libro del estante
para ser abierto. Porque lo sabrán ellas, sus páginas, pasadas de
tres en tres, mutiladas y numeradas arbitrariamente. Porque lo saben
todo.
Decían
entonces. “¡Ah!, se me olvidaba decirles que soy ateo”.
Ahora
entre los dedos permanece inalterado el olor de la tomatera
acariciada levemente a la caída de la tarde después de un día de
mucho sol, después del rezo.
¡Ah!
Porqué escribo. Bueno, pues por eso.
Judimendi
cinco de octubre de dos mil once
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