Y
cruzando las manos blancas encima de la mesa cerró sus ojos verdes y
en la noche, en ese instante, su mente garabateó palabras de colores
que la hicieron sonreír.
El
reloj metálico de su muñeca marcaba las ocho y veinte.
¡Hermosas palabras!.
Amor,
en letras grandes, adornado de la catela más valiosa.
Bondad,
libre y suelta como su melena color caoba al viento, regalada a cada
instante con modestia y sencillez.
Ilusión,
de verdad, porque gusta de tenerla y como agua fresca repartirla los
días asolados.
Consejo,
adrado y preciso, prendido humilde en su camisa blanca y desprendido
a cada instante para darlo sin intereses a los que la rodean.
Y
las constelaciones la contemplaban sorprendidas rodeando su frágil y
delicada figura de porcelana.
Abrió los ojos. Respiró
profundamente mientras daba vueltas al anillo de su mano izquierda.
Se iluminó la estancia y como si tal cosa no hubiese sucedido un
segundo atrás, continuó la clase.
En
Judimendi el trece de diciembre de dos mil once
No hay comentarios:
Publicar un comentario