Un día hermoso de otoño de
olmos violáceos y paseos angostos junto a los castaños de Indias.
Una niña morena de negros ojos y melena
corta abraza con fuerza sus libros y un peluche rosa mientras se dirige a la
escuela.
Se detiene junto a la estatua de piedra gris
claro en el parque vacio de las tres de
la tarde y sorbe ávida la ginebra. Los rayos del sol, que entre las hojas de
los árboles se filtran apenas, fueron testigos silentes. Vacía, la petaca es
abandonada plácidamente en la papelera negra junto al semáforo de ámbar
intermitente.
Tropezando con los ceniceros metálicos del
pasillo se desplaza despacio, tambaleándose, con la vista en las baldosas del
suelo contándolas insistentemente
¡Tres! ¡Seis! ¡Siete!...
Justo
en la puerta del aula se vence, se arrodilla y se pierde la clase. Son las tres
y veinte.
Judimendi veintiséis de
noviembre de dos mil trece
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