17 junio 2012

Ensoñaciones del vecino del “Quibus”


 















...si se piensa que la muerte es el único remedio para el anhelo de inmortalidad al que la puerta del sepulcro cierra el paso...”, vas listo gordinflas que en cimbrio o en godo parloteas y cuando te espabilo enmudeces cien años y otros tantos más callas, solo para desde el pedestal de cipolino frío lanzar como doctrino lerdo que eres todas tus dotes y conocimientos a quien las quiera oír, como un hurraco desmayado en jaca joven.

Lo eres, lo ves, lo has visto. Te descubro mamón, te deslío. Voy a presentarte en sociedad sediento como estas de golosinas y carrilladas. Voy a deschapar el ombligo de tu coronal hasta el tuétano. ¿Porqué has de vivir desreglado?. Por siempre. Amén.

Y los lobos arriba, en la sierra como maquis barbones olisqueando la presa mientras los rebaños pastamos quietos e inocentes.

Al parecer en la planta baja del veinticinco viniste al mundo, allá junto a las eras en la calle del barrio que recién formado se pisaba cruzando el río. Recuerdo la brillantina y la raya pegada al parietal derecho como el surco de una tiza las mañanas de misa. Y los canicones temblando en el triángulo tras el paso del caniquín de china parejero, sé que de color azul. Y las vueltas por el quiosco donde “el Quibus” se despistaba inocentón. Y los otros en la cocina alrededor de la camilla tras los vahos de un tabaco delator. Y los guantes de boxeo, aún de lana recién tejida, deslizándose bajo el moral de una huerta abandonada trazando líneas de desigual lucha contra el viento cálido del verano. Y la piedra sumergida allá en la ria donde los tábanos buscaban cuerpos ennegrecidos y húmedos donde alimentarse y donde pese a ello te bañabas a las doce y media cada día.

Añejos, antojos, resoplidos. Tira de la manga ¡ladrón!. Tira el coco entero agachando la cabeza mientras corres para esquivar la navaja que silva en el aire una tarde noche de ferial, membrillos y acerolas, allí donde el redondel metálico del torito es lanzado para que después de voltear tres veces regrese por el carril de acero a la mano del postillón. Allí donde la chapa se decanta por “caras” y se pierde un potosí. Allí mismo estas tú en el postigo de la historia. Agachado. Trilitero. Altivo otras.

Aún persisten las mil rosas junto al barandal del color del chocolate donde posaste tu mano para herirte. Y llegan hasta mi lejanas risas y las toses tagarninas de los rincones apartados de la tasca estrecha del invierno. Y te digo, atiéndeme, tiéndete, detente y para, ¿sabes tú que es la memoria?. Estómago del alma, dijo erróneamente alguien. Gaban de camelote apoyadito en la silla hasta usar mañana. ¿ Y no duele?.

Creeme, pero tengo que dejarlo hasta un instante, un momento, un rato corto y luego continuaré, porque te veo y lo sé, he de volver a la atmósfera azulada del tiempo para mostrarte cada brote podado, cada esquina mellada. Para saber más de ti y decirte. Esto es cundido para el alma. Fiero nada más de dolor. Fierabrás de juego corto. Aca todo es parcial y para zaramullo no me visto aún.

Y es que la tarde a veces te abraza tan fuerte, tan amorosa, que necesitas dejar, abandonar, y porqué no parar hasta que los garabatos de la mente siempre en duermevela descansen. Dejar en suspenso, eso es, dejar en el aire.













Vitoria veintinueve de noviembre de dos mil once


06 junio 2012

El Cicatrices (peluquero de gambas)



               

  Desde el momento en que tomé postura y las ensoñaciones se sucedieron sin apenas dar tiempo a que se fijasen en mi mente supe que no terminaría mi pequeño viaje por la ciudad sin ser interrumpido.

  Tras la última parada los rumores, que imperceptibles al principio apenas me llegaban del pasajero que tenía al lado, terminaron por merecer mi atención. Era un ruego en forma de estertor, una súplica indescifrable, un temblor de labios con latigazos de sílabas, los que llegaban a mis oídos. Me giré. Era él. El Cicatrices. Al que había bautizado con ese apodo la primera vez que solemnemente se apeó en la octava parada y con pasos trastabillados y torpes portando un maletín y una mochila a la espalda se dirigió al portal justo de enfrente. El número doce. Antes de desaparecer se volvió y señaló con el dedo índice algo que me resultó imposible descifrar.

¡Diablos!. ¿El qué?, me dije para mis adentros sin inmutarme.

  El autobús siempre circulaba veloz por la avenida principal o eso me había parecido desde siempre hasta este día. Hoy reparé. Entra las uñas del Cicatrices un pelo rojo oteaba el espacio mientras recibía el impulso del aire acondicionado. ¡Sí! ¡Sí!. Estaba de pie frente a mí mirándome con sus grandes ojos redondos. Llevaba unos pantalones de pana color beige arrugados enormemente largos que descansaban en los mocasines marrones donde los cordones sueltos parecían bailar sin sentido y una cazadora oscura muy gastada que desprendía un olor caprílico insoportable.

  Me dijo al pronto, de sopetón :

-Soy peluquero... -. Y rió sonlocado, guturalmente, tragándose el aire.

-Mira que bien- , acerté a decir mientras miraba nervioso el letrero de neón frontal que marcaba en ese preciso instante Parada.

-...de gambas-, precisó mientras bajaba el escalón del autobús de un salto del que misteriosamente salió ileso.

  Mi ¡Ah! creo que ni salió fuera de mi boca y si acaso atrevió a salir se enredó en los pliegues de mi cuello o parecido. Como siempre el Cicatrices se perdió tras el portal número doce.

  Hoy jueves tarde de invierno, está sentado a mi lado en el urbano. Llueve copiosamente y pese a estar calado, el Cicatrices creo tiene ganas de conversación. A colocado el maletín de madera barnizada color miel encima de sus piernas y parece dispuesto a abrirle en cualquier momento. Con la mirada me pide permiso. Asiento en silencio. Así lo hace. Me lo muestra. Atónito contemplo el interior.

¡Peines! Peines de púas largas, peines de púas anchas ¡De carey!, peines de cerdas de jabalí, peines de madera lacada. Multitud de peines delicadamente colocados como una cubertería fina. Y al otro lado ¡Los cepillos! Cepillos finos, cepillos con cerdas de goma, cepillos redondos de cerdas naturales, cepillos de púas finas y redondeadas. ¡Peinetas! ¡Horror!. Todo el instrumental en verde guardia civil.

-No uso nunca cepillos con cerdas metálicas, total para cuatro pelos. Mire, este tiene cerdas antifrizz. ¡Las relaja!. Las gambas chorizo prefieren cepillos finos y sin embargo, la gamba listada me exige la peineta. En una ocasión un lote de gamba purpúrea me exigió atusarles directamente con la yema de los dedos. ¡Quería volumen!. Y hasta una gamba blanca una vez me enseñó los dientes amenazadora solo por no prestarle más atención a su telsón. ¡Valiente presumida!. Pero le digo en serio, como la gamba cabezón ninguna, con esta no valen miramientos. ¡El de cerdas de jabalí directamente!.

  Y al fondo, como descuidadas, vi unas tijeras metálicas.

-¡Ah! Solo uso esas. Son de microdentado con dos hojas. ¿Ve?, así no desfilan. Son las únicas que tengo. De siempre, ¡eh!.

  Y como notó que los ojos querían salirse de mis órbitas cerró violentamente el maletín.

-¡Huy!, esto no es nada. Si le enseño los fijadores...., aquí en la mochila.

  Siguió hablando creo cuatro paradas más estertor tras estertor ininterrumpidamente.

-Bueno, hasta mañana. Y se apeó.

  El inicio de una amistad comienza algunas veces en el trayecto largo de un autobús urbano. La nuestra había comenzado. Observé. Junto al número doce, portal del Cicatrices, lógicamente estaba su lugar de trabajo. Pescaderías Norteñas S.L. Así lo atestiguaba el letrero de la fachada de mármol blanco que lucia, para que negadlo, fatal.




Judimendi diecinueve de octubre de dos mil once