29 octubre 2012

La Señora Renoir en el jardín


  





   Desde el fondo del parque aquella tarde luminosa del mes de junio tropecé con tu mirada. Se percataron al instante nuestros cuerpos y ese tiempo breve escogió colores y brisas para siempre. Fueron todas las tardes programadas a brochazos largos y firmes en tu falda, finos y precisos en tu tranquilo rostro. Se depositaron recuerdos a tu alrededor sin llegar nunca a sentarse a tu lado. ¿O tal vez sí?.

   Fuiste sola en el lateral del banco de madera.

   ¿Sujetaste mi cuerpo entre tus cálidas manos, meciéndome lentamente alguna vez, mientras soñabas?. En tu quietud, ¿tal vez, un pensamiento?.

   Para dormir la tarde acaricio tu espacio único y medido. Danzaron veladas y valses, acompasaron sinfonías románticas entre los bucles de tu pelo rubio. Palabras galantes, cuchicheos y risas nerviosas, requiebros y … dulcemente un beso.

   He retrocedido doce años para volver a verte en el mismo jardín y … sencillamente, no estabas. Ni trinos, ni la brisa constante, ni cielo, solo el recuerdo, la idea, la percepción, el presentimiento, para soñar despierto, para vivir.

   El hueco, el alma, el corazón tras las líneas en el jardín pequeño donde la postal te llama y enciende tu cuerpo. Bajo el sombrero negro donde siempre descansan sonrisas y versos, que reconoces y llamas cuando estas solo con tu silencio.

   Para trazar vientos y vivir sueños, y respirar sin aliento, para vestir y mudar almas en cada intento, desde el fondo del parque, hoy la describo y contemplo














Judimendi el veintinueve de febrero de dos mil doce

16 octubre 2012

Claudia


    









  Cuando la espada endeble garabatea el espacio a la velocidad del relámpago ella hace acto de presencia.

   Se sienta a mi lado y ajena al espadachín, desenfunda su bolígrafo rosa y comienza a escribir. Ensimismada, permanece atenta y precisa a su tarea, ausente en nuestra presencia, lejana, inaccesible.

   ¿Qué interioriza?

   Sus dedos acarician, largos y diminutos a un tiempo, y son correspondidos.

  El tumulto, la poesía, el código amargo de la reunión, el verso, los chillidos en los pasillos, el beso alado y sublime a la amada joven, el portazo, entablan pelea estallan a nuestro alrededor y nos confunde. Ella lejana siempre a estas horas. Podría ser mi amada durante años o un instante, y sin embargo es tanta la distancia entre nosotros, que se cruzan miradas y verbos sin encontrase en el espacio. Los colores inundan la estancia. Las tres lámparas iluminan su rostro. Los aros que penden en el lóbulo de su oreja son negros y apenas cuatro lazos de pelo se escapan para cubrirles. Inocentes juguetean a su alrededor. Romántica. Cuando se ríe se lee inocencia, refleja juventud en su rostro.

   Y la monótona palabra en vez de calmar, como latigazo sacude y enerva mi ánimo hasta el aburrimiento. Los niños buenos con olor a Nenuco. ¡No! Con olor a heno permanecen prisioneros y cambiantes.

   Ella atiende, segadora ruborizada, persigue la huella de la inspiración tras las láminas, que diseminadas en el tablero largo descansan acabadas por hoy.













Judimendi el veintinueve de febrero de dos mil dos

07 octubre 2012

La vida


   










Aprender a creer, creer. Se disuelve, descreer, porque el péndulo siempre termina inexorablemente alguna vez, siempre te digo, al inicio, al ser.




Vestida de manola, de negro con unos bordados con azabache en el pelo y un ramito de flores blancas, de azahar, sonriendo a la cámara divertida y a su lado él, con el traje de anchas solapas con raya y brillantina en el pelo liso hacia atrás.

Copiado del sepia, desenfocado el paisaje urbano, y al proceder estar.



Habitáculo de un primer piso con escalera en caracol de madera lijada con asperón y arpillera. Un lecho con lienzos de lino, bodoques y taladros interminables, oliendo a limón o tal vez a membrillos de septiembre. Una mesa color caoba de chapa labrada y cuatro sillas con respaldo de mimbre. En el balcón, la persiana verde a media altura. Enfrente una casa con paredes color café con leche.

Sentido después de una tarde de toros.

Y al nacer …, sigue.



Los santos óleos apartando la camisola de lazitos azules, pellizcando el pulgar, junto al pecho cálido. Y por la comisura del alma comienzos de rimas, y entre los sentidos apilados se escapan las letras, se desleen, se disipan, se van, creyéndose.



Y finalmente, el no ser.




Apalabrada la distancia justa para poder ver. Unos adioses, tal vez, y después la nada, el péndulo quieto












Judimendi uno de febrero de dos mil dos