27 agosto 2012

La pesadilla




  Cuando aparqué el automóvil al caer la tarde las primeras estrellas habían comenzado a brillar, las más jóvenes me contemplaban curiosas. Entre las chimeneas el horizonte aún me brindaba una pequeña luminosidad. El relente hizo que me abrigara con el cuello de la americana. Estaba junto a la entrada de la bodega entre cardos y un banco de madera viejo de mil soles que aguardaba apoyado en la chabola de adobe tiempos de tertulia y conversación.

  Salió Juan Pedro “el joyas”.

-No me lo explico, de veras, todo ha sido muy rápido y extraño-. Le titilaban los ojos.

  Nos abrazamos antes de entrar.

  Recostado en el primer vano de la empinada escalera estaba Ledo “el fanta”. Sus ojos muy abiertos buscaba la luz amarillenta de la bombilla inútilmente. Una barra de hierro le atravesaba la garganta como el alfiler a una corbata. Reparé que en la mano asía una cartera de cuero negra en el que destacaba el escudo de su club de golf.

-No pude quitársela-, dijo Pablo “el moli” que acababa de subir.

  Le puse en el rostro un pañuelo de lunares blancos que apenas lograba taparle por entero la cabeza y saltando por encima del cuerpo inerte continué bajando hacia el interior de la bodega.

  En la esquina de la mesa de roble alargada que hay junto al tino del vinagre sentado en una silla, Tello “el culatas” escribía en un folio.

- ¿A cuanto tocamos?, dijo. Y a continuación subió sin más bodega arriba. Fue lo último antes del ruido. Es como si … hubiesen primero arrastrado cadenas y luego el chirrido de la puerta metálica de la entrada, me explicaba al punto Juan Pedro “el joyas”.

  Tello “el culatas” de un trago se bebió un campano de clarete como si tal cosa, se caló las lentes y leyó despacio :

-Primero. Ledo “el fanta” está muerto desde las nueve de esta noche.

-Segundo. Los presentes no le oyeron pedir auxilio. Solamente unos ruidos y la puerta metálica al cerrarse.

-Tercero. La cartera de los dineros permanece agarrada tras horas después en su mano.

-Cuarto....

-Bueno , aquí está la cartera. He logrado quitársela. Y nos la mostraba Pablo “el moli” desde la escalera.

  Tello “el culatas” la abrió. Mojó el pulgar en la comisura de los labios y contó los billetes.

-¿Tocábamos a quince euros?. ¿No?. Y se los dio a Juan Pedro “el joyas”.

-Ahora ya está todo bien, dijo desde el fondo Bernardo “el moreno” echando un leño al fuego que levanto pavesas y humo.

-Toma pónsela de nuevo en la mano. Y continuó leyendo.

-Cuarto....

  La cabeza me comenzó a dar vueltas , apenas escuchaba como Tello “el culatas” seguía leyendo entre trago y trago lo sucedido. El sopor y un sudor frío al tiempo me iban despachando la consciencia.



  Sonó el despertador a las seis de la mañana de un lunes del mes de noviembre. Mientras me afeitaba traté de acordarme de lo soñado y al no lograrlo solicité inmediatamente al enano buscara en la estantería de los sueños algo para poder contar en el café de las diez y cuarto a Vicente “el plumas”.









Judimendi diecinueve de octubre de dos mil once

16 agosto 2012

Vuelvo a encontrarme con un nombre…

















 Vuelvo a encontrarme con un nombre que resbala como siempre años atrás. Esta vez heroína de cuadernos de doble raya de caligrafía. Los nombres se apilan, persisten en amontonarse atropelladamente. Aireo las páginas y sigo leyendo grafías sin método.

   Los perros inteligentes cruzan las aldeas para encaramarse en sus tapias. Son orgullosos, de perfil bajo, diría el sabio.

   El lapicero no pinta esta vez. ¡Ah! Llegó la musa.

   La carpeta es verde y entre la neblina apenas se divisa, ¡pero es verde! Y lleva cosas inconfesables dentro. La judía y el bandido bailan tremendamente en el camino. Se tambalean, dudan, se comparten. Las ideas en francés, mejor. Diálogos que confieso se me escapan. Verdi en Rigoletto, diálogo ajeno con la soprano Craiochwca mientras pasea por un lugar alejado de la campiña francesa, lejos del banco giratorio donde el sol aparca algún rayo cálido en la estación, verano tal vez, de las alergias y los versos.

   De verde, en varios tonos, son los lomos del libro.

   Cuelgan estrellas en ambos lados junto a los hombros. Garabatos en blanco. El tiempo y la confesión repetida sucesivamente coindicen y se abrazan en algún lugar. Han de robarse los amigos para defenderlos con uñas y dientes. Con faca afilada.

   Mientras rueda la vida vivaz se nos enternece la niña del gorro turbado entre hurras y copas. Se desnuda, se acuesta plácidamente, nos aborta entre carcajadas y sale corriendo.

   Retrocedamos y entre todos proveamos que tipo de locura ocurre a menudo entre el mundo de los enfermos mentales al lavarles la cara. ¡No!, el cuerpo está limpio.

   Los carnavales e Ituren, los druidas, los gitanos con pezuñas de animal nos rodean prestándonos atención inmediatamente. Serían de Salamanca, lejos, junto a Tamames. Los trenes siempre paran en el andén junto al farol que el señor de la gorra azul marino bambolea al llegar la noche, traen fríos lejanos, océanos sin respuesta, chusma inteligente y alguien más que tose. Hay que mirarles de arriba abajo. Conocerles, saber de ellos. Los rizos rubios, el óvalo de la cara, los dedos finos que empuñan, el respirar lento, las cejas alabeadas al cielo, todos viajeros del momento se dispersan por el pueblo. Pedanías y humos. Toses y lamentos a mi lado.

   Y los listones verticales y asimétricos nos reciben en oración.


 

 


Judimendi a ocho de marzo de dos mil doce








07 agosto 2012

Centón de los todos


 












  Allí estaba el color, el azul precisamente, tras las enaguas elevadas por la brisa. Intensamente vivida, la vida joven apenas pudo seguirla. Y casi lloro, pero te interrumpo.

  Tu historia suele doler a los transeúntes asépticos y percibo el choque de la calle en la boca ronca del africano. Y los rizos hablan, y tras el morado se cisca en el efebo, desde Cuba, el cubano se ensaya, se desaliña, pelo ensortijado. Aparca la novela hasta el final del trayecto. Miserable y rácana la luz se baña tras las cortinillas del carruaje. Hablaremos deprisa, dejaremos el hortera flequillo.

  Coqueta, se levanta y se desviste. Paticorta, saltando en el paso cebra con la bufanda entre las piernas.

  Piramidón, aparta la noche, has de morir joven. Se va y no te espera el alma, se va tras el cuadro de la pared de enfrente. Era una palabra ausente en el manicomio de la postal navideña. Brillaban las obsesiones, se reflejaban en la espalda de la tarde. Mujeres y motores. Se lava la cara al amanecer mientras se contraen los panes en el horno. No se puede ser feliz así. Solo hay que volar.

   El dinero perdido en Kilifi. Fueron corteses los nativos con nosotros, nos dejaron emitir mensajes.

   El espacio forzosamente lo llenaba un perrito blanco. Un perro amigo. Juntas ahora las manos manteniendo el mentón hacia el cielo. Te observo, te reservo, te leo, te compongo en el marco fantástico del armario de pino blanco. Bullía el pueblo de los jilgueros. Piso arriba, piso abajo. ¡Oh! Es un castillo. Un pensamiento. El ejército desfila detrás del duelo. Se ha suicidado para siempre. Veamos. ¿El genitivo, o el imperativo?.

Las olas nos van a mojar los pies grandes en cualquier momento. Te voy a controlar a partir de ahora para vaciar lo que llevas dentro, ¡alondra mía!. Te veo venir. Ya eres padre aterrador. ¡Un lujo!. La calefacción estaba apagada en ese instante. Te ojeo, te leo, te desleo, te comienzo, ¡que maravilla!, ¡que felicidad!. Te huelo.

   La trilla, y lejos del risco los haces de luz se amontonan ululando y maullando. ¡Viva la canción del manso! Sabina. La princesa seguro que se despierta más sola que la una. Redondeces en la cabeza. ¡Atención!, el pasajero ausente se terminará marchando en un navío dejando estelas blancas en el mar. La costa esta, menos mal, lejos. Nos conmovimos todos. ¡Adiós! flor boreal, ¡Adiós! egipcios de otros tiempos, ¡adiós! La canción española de letras deseadas.

  Y así, siempre así, aún sigo estremeciéndome ante la nariz roma del moro. Erre que erre. 

Y después nada, solo California.







Judimendi el treinta de noviembre de dos mil once