30 diciembre 2011

Pensando en el árbol










 Dormido en la pared de la izquierda, acurrucado entre los listones del cuadro, permanece desde hace veinte años el roble de hojas verdes junto al muro de piedra caliza de Campaspero, que trazo a trazo pintó mi amigo del alma entre las tardes y noches de aquel otoño lejano. Gemelo del que habita en su casa, pues pintó dos. Es una roble fuerte, castellano, de veranos cálidos y secos, donde sus ramas se aprietan abrazando amistades, juegos, y recuerdos. Y es en su azul nítido y claro del cielo donde juguetean brisas frescas y se deslizan voces y gritos juveniles junto a ternuras infinitas, donde reposa desde entonces.
  Hoy se engalana con él mi pensamiento navideño y cantan villancicos los silencios de mi corazón.



Judimendi nueve de diciembre de dos mil diez

15 diciembre 2011

El cuaderno de las tapas negras










  “Todo cuanto tiene nombre existe” dicen, cada cinco metros a lo largo del paseo, las moreras. Ellas fueron testigos silentes del paso de un “felotin” en el pasado invierno, perdiéndose en la niebla cerca del “Puente Mayor”.
  Abajo, en la ribera del río, “El Catarro”, habitante único del lugar, contó al periodista, “haber oído ruidos y cuchicheos entre los juncos sin entender palabra alguna”, pues al parecer cogió tanto miedo que, temeroso, se encerró en su casucha junto a los perros y permaneció de vigilia tras la puerta, hasta el alba. Dicen que esa misma noche “el Rubio”, que al otro lado del río trapichea con vinos de Cigales en su caseta de tablas, insiste en haber percibido el olor de algún “escaramazantin” que “al paso… lanzó suspiros lastimeros”. Indagando el reportero entre los clientes, alguien, sin documentación ni buena catadura, dio fe y entre sollozos masculló, “...que le movieron las carnes aquellos tristes lamentos,... seguro de “escaramazantin”. … “
  Junto al bar “La Cigaleña”, desde donde el tren de vía estrecha parte resoplando de la estación lanzando chorros demoníacos de vapor y chillidos impíos, el cronista local frente a una caña de “Toro” y unos tacos de jamón anotó:
    “Hace días, al parecer, un gitano llamado “El Calorro” trasportaba atado a su carro un “argaripupiérgalo”, casi arrastras,  que en un descuido se escapó en dirección a la fábrica de harinas que hay al lado del puente, junto al canal, y allí perdieron su rastro”.
  Hay quien no se lo cree, pero es sabido que “La Chaparra”, ciega vieja que malvive en “la Cuesta La Maruquesa”, suele contar a quien quiera oírla, “...que siendo niña, su abuela, había asistido llevada por la necesidad a una reunión de payos de “la calle En Medio”, donde sacrificaron ese día, dos escaramazantines, dos felotines y un argaripupiérgalo, y luego los despiezaron con sus manos”.
  Así se pudo leer antaño en el noticiero local.
  Y justo es reconocer que, incluso en casa “La Juanita”, desde siempre se sabía que en la repisa de arriba, junto a los tarros de café, los manojos secos de manzanilla y las latas de aceite “La Cordobesa”, había un frasco verde de cuyo contenido nadie hablaba y a donde los chavales del barrio miraban temerosos con más atención que al tarro de golosinas con tapa de metal que tenían a su alcance en el mostrador.
  Alguna vez se oyó a la maestra de párvulos, Doña Pilar, con apenas un hilo de voz decir haciendo a un tiempo la señal de la cruz - “¡Líbrenos Dios de los felotines...!” al tiempo que se perdía por Los Corralones.

  De estas ensoñaciones, tiritando de frío y miedo, salió sobresaltado el chico. Aturdido aún vio a lo lejos, entre la niebla, acercarse lentamente al que esperaba. Era la figura oscura de un hombre con la gorra calada hasta las orejas y un abrigo largo llevando en sus bolsillos dos botellas de licor.
    -Abrígate -, dijo al darle alcance. Y él sin mediar palabra, se subió la solapa de la americana, encogió los hombros y le siguió, mirando hacia atrás de vez en cuanto.
  Cruzaron el río por el Puente Mayor. Las barandillas estaban cubiertas de escarcha, de centelladas de frío. Abajo en la negrura de la noche la caseta del “Catarro” apenas se percibía.      Caminaron junto a la estación y dejando a un lado “La Cigaleña” se adentraron por la calle “En Medio”, entre casas molineras donde el humo blanco apretaba las chimeneas.
  ¡Ay!,...¡¡”Escaramazantines”!!...., ¡¡”Felotines”!! ...,¡¡”Argaripupiergalos”...!!.
  Al pronto miríadas de sentimientos contradictorios hicieron que en ese instante corriera, corriera como un loco y al llegar al corralón, gritara ¡Madre! ¡Madre!, ya llegó padre.... Y se apretó el pecho con las manos amoratadas de frío, temblando de miedo, mientras ellos se abrazan.
  Lentamente, cerró la puerta echando una última mirada a la oscuridad. A sus espaldas sintió el calor de la lumbre, sonó una pandereta y comenzaron los villancicos.
          “¡Zarandan, zarandan, zarandillo, zarandillo, zarandan!... ”.
  ¡Sí!... probablemente todo cuanto se cuenta ya ha existido.



  Sin apenas darse cuenta, cierra el cuaderno de tapas negras. Lo pone sobre su falda. Se quita las lentes. Allí, descansando sobre las ojeras, permanecen sus pequeños ojos verdes que, lentamente, recorren con la mirada la sala de espera vacía. Tras la ventana, las luces iluminan en la noche la avenida. El reloj de la pared marca las doce y cinco. Lleva allí sentada más de una hora. La enfermera le dio una pastilla blanca y un vaso con agua después de que a Rilo se lo llevaran, inconsciente, en la camilla metálica por el pasillo de enfrente, con los ojos cerrados.
    -”Todo irá bien, todo va a ir bien”, - había dicho el doctor de la bata verde antes de cruzar la puerta gris.
  La mochila permanece a su lado. Dentro las botas de deporte, el chándal, un frasco de colonia, unos libros, el reloj de pulsera de cuero amarillo, un llavero con tres llaves, un móvil, un monedero, la tarjeta de plástico para el autobús, y el cuaderno de tapas negras de Rilo que ahora descansa en el regazo de Clara, en espera.
   -”Sí, todo ira bien”.
  Toma de nuevo el cuaderno de tapas negras; se desperezan las lentes, lo abre al azar y lee:


 
   "Entonces los caminos se convierten en ríos".    
 Y nadábamos desnudos, al declinar la tarde, desplegando nuestra inocencia entre limos, perdidos en cada recodo, en cada calle, en cada patio-corrala, junto a las paneras vacías donde el tamo bailaba al trasluz del rayo oblicuo de la siesta.
 Y gritábamos entre los abrevaderos, buscando en la oscuridad de los ojos del ganado cualquier indicio de miedo, esquivando ramales y cencerros. Pisando alados la paja sucia y el estiércol aún caliente y humeante. Esperando, al correr, sementales y gorrinos, el trallazo del mayoral, mientras sus pezuñas negras golpeaban la madera bajando del camión tras el viaje desde la dehesa.
 Desde la ventana interior se disparan siempre miradas traviesas a los muslos de los jóvenes, sobre sus rodillas negras, sus pantalones zurcidos y sobre todo del cordel de cáñamo que aprieta sin ataduras apenas. Miradas cruzadas a la carrera, sin aliento, sin sellos que permanecen en la saliva, en el tiempo.
 Blusas blancas que se adivinan en el portal oscuro, junto a la escalera que sube, al caer la noche. Apretados besos con la boca abierta, sintiendo el bello húmedo y la sal. Pezones enhiestos, calientes, tersos,… mermelada de cereza, entrecortado el aliento.
-¡Que pasó el día, niña!,- en el verano de allá, del recuerdo, donde las acacias ofrecían sus flores y las malvas sus panecillos en los bordes de los caminos.
 Permanecen encima de “la turca” doblados y en silencio los trozos de mi existencia. Cromos apilados en montones de melancolías; de colores dulces verdes y amarillos, envueltos con cariño.
 Los ojos de la vida cerrados, bien prietos, sólo así, entonces..., los caminos se convierten en ríos.


  Y al pronto, la puerta gris se abre aparece el doctor de la bata verde y el tiempo se acelera vertiginosamente. Se desliza por el pasillo resbalando por las baldosas blancas de las paredes hasta chocar contra el reloj y allí coinciden en marcar las manecillas las dos y veinte.
     -”Hicimos todo lo que en nuestra mano   …”-.
  Su gesto, su abrazo, su mente se esparcen a su alrededor en un segundo plano y la envuelven a las dos y veinte.
  El cuaderno de las tapas negras cae de sus manos y recorre vertical y libre el camino hasta el suelo, retozando sus páginas en el trayecto y a las dos y veinte permanece para siempre quieto.
  El eco de la estancia vacía se dispuso a repetir el grito de Clara y no pudo. Sólo un agónico.            
   - ¡Rilo!, ¡Hijo mío!, ¡Rilo!... - se escuchó.


10 diciembre 2011

Por la pendiente...




Por la pendiente de la pura pena...
ruedan tensas palabras mías.
Sufren en silencio eterna condena...
tristezas del alma, melancolías.




07 diciembre 2011

Haiku













Algo me han dicho
la tarde y la montaña.
Ya lo he perdido.


La vasta noche
no es ahora otra cosa
que una fragancia.

¿Es o no es
el sueño que olvidé
antes del alba?

Callan las cuerdas.
La música sabía
lo que yo siento.

Hoy no me alegran
los almendros del huerto.
Son tu recuerdo.

Oscuramente
libros, láminas, llaves
siguen mi suerte.

Desde aquel día
no he movido las piezas
en el tablero.

En el desierto
acontece la aurora.
Alguien lo sabe.

La ociosa espada
sueña con sus batallas.
Otro es mi sueño.

El hombre ha muerto.
La barba no lo sabe.
Crecen las uñas.

Ésta es la mano
que alguna vez tocaba
tu cabellera.

Bajo el alero
el espejo no copia
más que la luna.

Bajo la luna
la sombra que se alarga
es una sola.

¿Es un imperio
esa luz que se apaga
o una luciérnaga?


La vieja mano
sigue trazando versos
para el olvido.




J.L.Borges