Te voy a regalar un pueblo ¡bella dama! Pequeño, como la cáscara de una nuez abierta boca abajo, del tamaño no más grande que la palma de mi mano. Rodeado, de choperas que le dan frescor en el estío, de palomares vigías del ausente y eras regaladas con sus trillos. El color del pueblo que te ofrezco es el de las avellanas frescas del levante antes de dormir al lado del olivo. Los muros de sus casas son de barro y paja y en sus tejados bajos sobresalen, como centinelas, chimeneas de cal blanca que sortean las golondrinas con sus trinos en verano. En la plaza solo el susurro del agua de su fuente y junto a la ermita un ciprés soldado desde siempre. En su cielo siempre estrellas y en sus calles se pasean galanes los perfumes de jazmines, jacintos y azucenas, junto al del pan blanco recién horneado. Son sus habitantes sencillos, de franqueza rancia y sonrisa abierta, alegres cada día.
Si lo aceptas, guárdalo como un tesoro junto a tu pecho pues
te lo di, en un descuido, casi al caer
la tarde.
A Blanca
Vitoria el diecisiete de
diciembre de dos mil trece