27 enero 2013

¿Y si las películas también se pudieran oler?







  En la sesión continua.

  ¡Ay!. La de vaqueros galopando por praderas verdes donde el fondo eran montañas nevadas, y los tiros dejaban tras de sí el humo de la pólvora, y el barro y sudor que yo pude oler.
 Y caminé por las orillas del río y me escondí entre las zarzas avistando indios y al paso comiendo moras.

  ¡Ay! Los musicales donde la rubia susurraba canciones de miel y melocotón.
  Y a oscuras, en el portal del cinco de mi calle enlazo una cintura anónima y me pierdo en sus labios enredado tras los cabellos perfumados de jazmín.

  ¡Ah!  La de espías , en blanco y negro, en donde bajo un asfalto mojado un rostro con sombrero de ala,  suelta muy despacio el humo de un cigarrillo.
 Y en la noche negra nos pasamos la pava apresuradamente mientras la brasa se aviva y apaga en cada chupada, y las gargantas pican y se tose y carraspea después del salivazo al suelo. El tabaco rubio, menudeaba siempre, nos marea.

  ¡Ah!  La de los coches de carrera, acelerones donde los tubos de escape lanzan llamaradas, donde conduces el ocho y siempre te adelanta el cinco para quedar segundo. 
Y tras cruzar el río el olor a gasolina en el poste rojo del Serrano, el único gasolinero tuerto que he conocido, impregna mi pantalón bombacho de pana.

   A las películas las huelo lentamente. ¡Enaguas limpias!, por favor enaguas limpias con olor a manzanas verdes.

  



Judimendi noviembre de dos mil once



15 enero 2013

Críspulo




    








 
Yo no sabía qué, ya lo sabía yo, que aquello que tu ya sabes, de haberlo sabido antes, hubiese ocurrido o no.

  De aquel impávido oocito y su cómplice gameto amigo, supimos cuatro años después pasados los tiempos del frío allá por Castilla La Vieja en la provincia de Avila, Membrillo de la Duquesa, para más señas.

  Era un querubín rubio, sonrosado, de ojos azules y aspecto sano a quien la machorra que lo cuidaba vestía a su antojo desde el día de su nacimiento, unas como un pocholo, otras como un elfo eleto, dándole un aire singular. También atendía de su alimentación y a tenor de sus rollizos y mofletes, en demasía.

  Habíamos decidido adoptar aquella cosita, que con su mirada vivaz no perdía detalle de cuanto se le mostraba, antes de partir a nuestra nueva hacienda en Aliso del Marqués por tierras del sur de Murcia, en donde como pasador de notificaciones, seguro omiso, habría de ganarme el sustento los seis años siguientes según el contrato firmado con el Conde de Veramonte, dueño y amo de olivos, viñedos y una gran dehesa de reses bravas.

  De la mano de su madre el chiquitín, al que dimos por nombre Críspulo, caminó siempre sin soltarse ni un momento, pues fue mucho el amor que desde el encuentro la profesó. De ella aprendió sus primeras palabras pues al lado de la mandonga que la precedió en su adiestramiento no logró articular palabra ni ruido gutural alguno. Fue desde entonces un constante monear y reír, y tomó tantas mañas en tan poco tiempo el magin rapaz, y era tan chispeante el torrente de expresiones, modos, mohines y gestos, que nadie cabalmente pensaría pudiese ocurrir nada extraño en aquel pequeño ángel que tanto nos alegraba la vida. Y sin embargo, al marcear una tarde de julio, pasado el año, le sobrevino un calor repentino en todo su cuerpo que lo convirtió en menos de tres noches, en un puchito de amor tierno que perlado de lágrimas se nos fue sin miramientos.

  ¡Críspulo!, hijo mio. ¿Porqué este maltrato en las entrañas mías?. ¡Que malparanza! ¡Que dolor!. ¿Comió morfa? ¿Alpechín tal vez?. Gritaba la madre ante la caja blanca al caer la tarde en el cementerio.

En aquel alodio alejado del mundo, entre aquellas paredes, se perdieron cinco años de nuestras vidas que nos parecieron siglos.

Las fotografías mejor no retocarlas, son instantes mudos que conectan con el espectador, son momentos únicos e irrepetibles. Ha de transcurrir así la vida en muchas fotografías extendidas en el suelo. ¡No! No se te ocurra barajarlas. Ya han sido expuestas

Yo no sabía, que iba a saber yo, que para alocar a un ser humano solo le hace falta un campo raso para gritar.





Vitoria siete de febrero de dos mil doce

 

08 enero 2013

Diálogo sobre un diálogo












A- Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z (burlón)- Pero sospecho que al final no se resolvieron
A (ya en plena mística)- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.


FIN