18 diciembre 2013

Dieciséis papelitos de colores

   
                               
  





Y ella abandonó la estancia.
  -Voy a mear-, dijo.
   Todos sin darnos apenas cuenta, cómplices, reímos. Hizo un mohín con la fresa de sus labios y salió.   De regreso, radiante como una puesta de sol, se sentó a su lado.  
      Ana, con el suéter cuello cisne color miel permanecía con el bolígrafo suspendido en el aire ausente, distraída, tal vez pensaba.  De sus orejas suspendían dos aretes plateados. Eran el regalo de Andrés
  -De la India, son de la parte occidental-, le había dicho mientras terminaba de quitarse los calcetines, -donde los arrozales interminables se pierden hasta el infinito.
  -¿Has dicho Italia?-, y suspiró. Era patético contemplarle desnudo en medio de la habitación decorada con papel azul cielo donde hasta las cerezas resultaban chillonamente rojas.
  -¡No! La India-, repitió.
  Apartamos las cortinas. Llovía. Cuatro transeúntes se apresuraban bajo el paraguas cruzando la plaza. Eran casi las siete. La espada del tiempo siempre presente entre nosotros.
  Hicieron el amor apresuradamente, sin el tenor preciso ni la pausa de los enamorados.
Todo entre ellos era apresurado. Sonaba una canción creo que de Leonard Cohen.
  -Toma-, y extendió la mano.
  -¿Qué?-.
  -..un recuerdo-.
  -¡Ah! la liga-.
  Se ha desvanecido el instante mágico.
  Escribe embelesada ahora. Se detiene. Prosigue. Me parece que esta tarde es una castaña pilonga enorme que rueda por la mesa sin miedo a detenerse y caer para estrellarse sobre la tarima. Apoya la mano en su pelo ensortijado. Suspira. Sus dedos acarician el rizo que le cae sobre la frente. Vuela su bolígrafo azul sobre las cuartillas blancas sin vacilar. ¡Ah! y probablemente luego sonría. El suéter ajustado sigue mostrando su respiración tranquila. Tal vez sus senos estén fríos. ¡Que locura!
  La hora termina justo ahora plácidamente.




           Vitoria cinco de noviembre de dos mil trece


02 diciembre 2013

Deslumbra la blancura de su piel…

   
         


  






Deslumbra la blancura de su piel en el habitáculo oscuro desde dentro. Su color importa, y sus vestidos, y la perspectiva suspendida en el tiempo. Es sencillamente una declaración de principios humanos. Arlequín doméstico y dócil por la tarde, cuando el día debilita los sentidos, sonrosado en ninfas de algodón por la mañana.
   No sé si pelarla.
   Se acercaron hasta bailar desnudos arqueando los cuerpos en el aire, los abrazos al ritmo de la música hasta descoyuntarse suspendidos en el aire.
   Nada cierto.
  Y al pronto sonó la alarma y todos han permanecido alborotados un rato. El ventilador lanza el aire hasta las esquinas de la habitación vacía mientras se diluyen las voces llorosas, infantiles, y los placeres del mundo se atropellan ininterrumpidamente en el tiempo. Las voces adornan la mesa, son la pesadilla de la tarde a cada instante. El niño sigue luchando indiferente contra la muerte alejado de la última sabiduría. El texto también muere y desvanece.




                               Judimendi una tarde de octubre de dos mil trece