15 enero 2013

Críspulo




    








 
Yo no sabía qué, ya lo sabía yo, que aquello que tu ya sabes, de haberlo sabido antes, hubiese ocurrido o no.

  De aquel impávido oocito y su cómplice gameto amigo, supimos cuatro años después pasados los tiempos del frío allá por Castilla La Vieja en la provincia de Avila, Membrillo de la Duquesa, para más señas.

  Era un querubín rubio, sonrosado, de ojos azules y aspecto sano a quien la machorra que lo cuidaba vestía a su antojo desde el día de su nacimiento, unas como un pocholo, otras como un elfo eleto, dándole un aire singular. También atendía de su alimentación y a tenor de sus rollizos y mofletes, en demasía.

  Habíamos decidido adoptar aquella cosita, que con su mirada vivaz no perdía detalle de cuanto se le mostraba, antes de partir a nuestra nueva hacienda en Aliso del Marqués por tierras del sur de Murcia, en donde como pasador de notificaciones, seguro omiso, habría de ganarme el sustento los seis años siguientes según el contrato firmado con el Conde de Veramonte, dueño y amo de olivos, viñedos y una gran dehesa de reses bravas.

  De la mano de su madre el chiquitín, al que dimos por nombre Críspulo, caminó siempre sin soltarse ni un momento, pues fue mucho el amor que desde el encuentro la profesó. De ella aprendió sus primeras palabras pues al lado de la mandonga que la precedió en su adiestramiento no logró articular palabra ni ruido gutural alguno. Fue desde entonces un constante monear y reír, y tomó tantas mañas en tan poco tiempo el magin rapaz, y era tan chispeante el torrente de expresiones, modos, mohines y gestos, que nadie cabalmente pensaría pudiese ocurrir nada extraño en aquel pequeño ángel que tanto nos alegraba la vida. Y sin embargo, al marcear una tarde de julio, pasado el año, le sobrevino un calor repentino en todo su cuerpo que lo convirtió en menos de tres noches, en un puchito de amor tierno que perlado de lágrimas se nos fue sin miramientos.

  ¡Críspulo!, hijo mio. ¿Porqué este maltrato en las entrañas mías?. ¡Que malparanza! ¡Que dolor!. ¿Comió morfa? ¿Alpechín tal vez?. Gritaba la madre ante la caja blanca al caer la tarde en el cementerio.

En aquel alodio alejado del mundo, entre aquellas paredes, se perdieron cinco años de nuestras vidas que nos parecieron siglos.

Las fotografías mejor no retocarlas, son instantes mudos que conectan con el espectador, son momentos únicos e irrepetibles. Ha de transcurrir así la vida en muchas fotografías extendidas en el suelo. ¡No! No se te ocurra barajarlas. Ya han sido expuestas

Yo no sabía, que iba a saber yo, que para alocar a un ser humano solo le hace falta un campo raso para gritar.





Vitoria siete de febrero de dos mil doce

 

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