07 octubre 2012

La vida


   










Aprender a creer, creer. Se disuelve, descreer, porque el péndulo siempre termina inexorablemente alguna vez, siempre te digo, al inicio, al ser.




Vestida de manola, de negro con unos bordados con azabache en el pelo y un ramito de flores blancas, de azahar, sonriendo a la cámara divertida y a su lado él, con el traje de anchas solapas con raya y brillantina en el pelo liso hacia atrás.

Copiado del sepia, desenfocado el paisaje urbano, y al proceder estar.



Habitáculo de un primer piso con escalera en caracol de madera lijada con asperón y arpillera. Un lecho con lienzos de lino, bodoques y taladros interminables, oliendo a limón o tal vez a membrillos de septiembre. Una mesa color caoba de chapa labrada y cuatro sillas con respaldo de mimbre. En el balcón, la persiana verde a media altura. Enfrente una casa con paredes color café con leche.

Sentido después de una tarde de toros.

Y al nacer …, sigue.



Los santos óleos apartando la camisola de lazitos azules, pellizcando el pulgar, junto al pecho cálido. Y por la comisura del alma comienzos de rimas, y entre los sentidos apilados se escapan las letras, se desleen, se disipan, se van, creyéndose.



Y finalmente, el no ser.




Apalabrada la distancia justa para poder ver. Unos adioses, tal vez, y después la nada, el péndulo quieto












Judimendi uno de febrero de dos mil dos

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