16 octubre 2012

Claudia


    









  Cuando la espada endeble garabatea el espacio a la velocidad del relámpago ella hace acto de presencia.

   Se sienta a mi lado y ajena al espadachín, desenfunda su bolígrafo rosa y comienza a escribir. Ensimismada, permanece atenta y precisa a su tarea, ausente en nuestra presencia, lejana, inaccesible.

   ¿Qué interioriza?

   Sus dedos acarician, largos y diminutos a un tiempo, y son correspondidos.

  El tumulto, la poesía, el código amargo de la reunión, el verso, los chillidos en los pasillos, el beso alado y sublime a la amada joven, el portazo, entablan pelea estallan a nuestro alrededor y nos confunde. Ella lejana siempre a estas horas. Podría ser mi amada durante años o un instante, y sin embargo es tanta la distancia entre nosotros, que se cruzan miradas y verbos sin encontrase en el espacio. Los colores inundan la estancia. Las tres lámparas iluminan su rostro. Los aros que penden en el lóbulo de su oreja son negros y apenas cuatro lazos de pelo se escapan para cubrirles. Inocentes juguetean a su alrededor. Romántica. Cuando se ríe se lee inocencia, refleja juventud en su rostro.

   Y la monótona palabra en vez de calmar, como latigazo sacude y enerva mi ánimo hasta el aburrimiento. Los niños buenos con olor a Nenuco. ¡No! Con olor a heno permanecen prisioneros y cambiantes.

   Ella atiende, segadora ruborizada, persigue la huella de la inspiración tras las láminas, que diseminadas en el tablero largo descansan acabadas por hoy.













Judimendi el veintinueve de febrero de dos mil dos

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