18 julio 2011

María Andrade





 


  Cesaron los murmullos al instante y todos permanecisteis en silencio varios siglos más, un minuto eterno en una hora aparte.

  Maria Andrade la poetisa francesa del misal negro y la cara blanca como la cal, ha muerto.

  Sin tiempo para tomar tristeza llorasteis desconsoladamente.

  Como las hojas carnosas y frías del baobab eran sus labios en las tardes de melancolía después de leeros sus versos últimos, de la mañana, en el salón de la primavera. Depositaba luego en la estantería su misal negro junto al jarrón chino donde las hojas de hibisco danzaban en el Mar Pacífico con marineros y olas mientras suspendidas en el horizonte titilaban las estrellas.
  Todavía veis reposando en su esclavina blanca un manojo de amaranto carmesí y sus cabellos negros sujetos con una cinta rosa acariciando su nuca.

  Y nada es igual.

 Ni el  mirlo recién llegado de Marruecos acierta con la ventana cerrada de su estancia. Sólo la ansiedad del viento en ese otoño frío eleva al cielo las hojas caídas de los arces con mil giros imposibles de nostalgias en el jardín.
  Vosotros que fuisteis amantes rendidos de sus risas tendréis que dar con su cuerpo en la tierra y así la armonía se detendrá frente a cada uno y le calmará por siempre amén.
  El funambulista de sueños perecederos y realidades eternas que lleváis dentro, fulgurante, le despedirá tras la verja del recuerdo aún con los ojos llorosos y el alma rota y mantendrá el arca cerrada de los sueños a los demás hasta la eternidad misma. Allí mismo en el cavedio de las sombras frescas el architriclino os mostrará el cenacho de las viandas y consejos, ensaladas y embustes, versos y panoplias y tomareis posesión de ellas con una gula interminable. Después se dará lectura a su testamento.
  Caerán unos daricos por la tierra y os arrastrareis tras ellos retorcidos, enredados con el dorso al sol en una escarapela sangrienta interminable.
Huérfanos y exhaustos tomasteis cada uno su camino y es hoy que aún seguís vagando cada día por las calles, sencillamente sin saber porqué y a donde.

El Pim Pam Pum de cada día, otrora joven, aún convalece en las estanterías del palacio dormido junto a Ibsen.




En Barcelona a veintiséis de octubre de dos mil diez



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