14 febrero 2011

Rágama

                                           
        Cuando la tarde termina y pone la caperuza el rabadán niño a su látigo de mimbre, desde la charca de ojos verdes divisa en la lejanía la torre de la iglesia mudéjar pegada al cielo. Donde terminan las últimas curvas del camino, entre olmos muertos, comienzan sus casas chatas de adobe amilanadas. Por sus calles desiertas silban los vencejos de antaño volando a ras de los tapiales tras los que ladran perros hambrientos al percibir la llegada del ausente. En las eras, junto a las parvas de trigo cañivano que espera limpio ya de tamo y paja ser acarreado al amanecer por los braceros, dormitan las trilladoras aún exhaustas. A la salida, en dirección a la carretera de piedra y brea, los lavaderos que aún conservan cuchicheos y azuletes entre las grietas de sus paredes. A un lado la tapia encalada del cementerio. Y allá en el altozano el palomar circular casi caído. Por las noches dicen que la vía láctea abraza la plaza del ayuntamiento donde junto a las acacias permanecen desnudos, un banco de piedra caliza, una fuente y una farola.
        Aún se escuchan seguidillas de fiesta a las mozas trigueñas de ojos aceituna y se pierden tras las esquinas procesiones de virgen y santo patrón, de mantillas y velas, de perfumes de rosas y azucenas. Y el tamboril y la dulzaina se persiguen y abrazan a la salida de misa de un domingo cualquiera a las doce.

                                               veinte de febrero de dos mil diez

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