03 septiembre 2012

Todo no está escrito













  La casita pretendía ser el hogar materno. Tenía siete pisos y una azotea que nunca nadie pisó. En cada piso había una habitación pintada de distintos colores. La planta baja era comunitaria. Allí pasaban casi todo el día los hermanitos, los papas y rara ver la abuelita. Estaba pintada de amarillo. Para acceder a los pisos habían construido una escalera de madera en el jardín. En la primera planta tenían el dormitorio los papas. Solo había una cama grande de matrimonio, una mesa con una lámpara y un arcón. En la segunda planta tenía su camita Camila, la benjamina de la casa. En la tercera planta rampaba Florita, la única niña rubia. Encima estaba la habitación de Caperucita que además de la camita tenía un perchero donde colgar la capa y una pared pintada de rojo. En la quinta Pedrito chutaba con una balón a una portería pintada de negro en la pared. En la sexta Albertito el pequeño de los niños que aún tozudamente a los nueve años se empeñaba en dormir en su cuna azul. Y en la última planta la abuelita Monse que siempre estaba acostada por unas dolencias que nunca nadie supo de qué. Su ventana, por cierto siempre estaba abierta.

   Un buen día mama llamó por la ventana a Caperucita y gritando dijo : -Baja que tienes preparada ya la cena de la abuelita. Todos se asomaron a sus ventanas al oír la demanda de mama. Bajó Caperucita y pasando por la habitación de Florita vio algo raro. Florita tenía los bolsos de la bata llenos de algo pues le abultaban mucho. Prosiguió escaleras abajo.

   -Aquí esta la sopa, aquí la tortilla y aquí tapada con una servilleta una manzana, dijo la mama. Agua tiene ya la abuelita. Sube despacio.

   Al pasar por la habitación de Camila esta se bebió la sopa de un sorbito. Al pasar por la habitación de Florita esta masticaba a dos carrillos algo que Caperucita no pudo saber el qué. Dejó la manzana en su cuarto Caperucita. Y Pedrito y Albertito en un plis plas acabaron con la tortilla de la abuelita.

   Presta Caperucita dispuso unos frutos, que colgaban de la copa del árbol que llegaba hasta la altura de la habitación de la abuelita, debajo del mantelillo.

   Cenó la abuelita de esos frutos rojos brillantes y jugosos, y dicen que desde esa noche todo era cantar y cantar de la abuela hasta las siete de la mañana e incluso hasta el mediodía algunas veces. Y reír, mucho reír por la tarde hasta que volvía papa de recoger el ganado. Y si tardaba en subirle la cena incluso llegó a jurar a grito pelado.

   Ahora que me llevan al colegio, interna, de la ciudad, ¿qué va a ser de ella?. Las bayas rojas, ¿quién las dispondrá en la bandeja?. Una niña de mi cole dice que su abuelita es drogadicta. Cuando le he preguntado qué era una drogadicta, me ha dicho que canta, ríe y jura a según que horas del día. ¡Ah, ahora caigo, ha dicho Caperucita, a la abuelita le pesaba demasiado el misterio de la azotea. Y a otra cosa mariposa desde entonces.





Vitoria veintidós de febrero de dos mil doce

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