09 julio 2012

¿Como se llama usted, señor?




Narciso Rodriguez Hidalgo, y lo supieron tarde en el aula 3 E cuando “El albergue de las mujeres tristes” se depositó en la estantería del fondo enfrente del ventanal desde el que se divisa la valla de las espinas verdes. Dentro del estribillo de la copla alegre.

Te vas por peteneras al zoco porque huyes del año aquel del renacimiento, cuando después de inventarte un nombre certificaste un lugar magreado por el tiempo, quizás Ciudad Negra. Y trabajaste en el fielato de La Azucarera junto al vertedero de “La Mulata” trajinando el pasado con verbos y melodías, bufidos de vapor del trenecillo de Almorchón y juramentos velados entre los dientes amarillos de los de Marchamalo.

Y cerrando los ojos, fuertemente agarrado a las sábanas, han transitado tus pasos por habitaciones de mil casas, pintadas de colores, de carbón y telarañas, que olieron distinto cada noche, cada suspiro. Quieto y cercano, con el dobladillo entre los dientes, has ido y vuelto y retorcido. Las nubes, las tocaste todas en un instante preciso de tu existencia, como antílopes asustadas perseguidas por el viento se han juntado en el remanso del río verde esmeralda donde pastas ahora.

Probablemente las horas se dividan en dos o tres y los momentos en miriadas de segundos mientras permaneces esperando elegir el libro del estante para ser abierto. Porque lo sabrán ellas, sus páginas, pasadas de tres en tres, mutiladas y numeradas arbitrariamente. Porque lo saben todo.

Decían entonces. “¡Ah!, se me olvidaba decirles que soy ateo”.

Ahora entre los dedos permanece inalterado el olor de la tomatera acariciada levemente a la caída de la tarde después de un día de mucho sol, después del rezo.

¡Ah! Porqué escribo. Bueno, pues por eso.













Judimendi cinco de octubre de dos mil once


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