18 julio 2012

María Jesús


   











Y cruzando las manos blancas encima de la mesa cerró sus ojos verdes y en la noche, en ese instante, su mente garabateó palabras de colores que la hicieron sonreír.

El reloj metálico de su muñeca marcaba las ocho y veinte.

¡Hermosas palabras!.



Amor, en letras grandes, adornado de la catela más valiosa.

Bondad, libre y suelta como su melena color caoba al viento, regalada a cada instante con modestia y sencillez.

Ilusión, de verdad, porque gusta de tenerla y como agua fresca repartirla los días asolados.

Consejo, adrado y preciso, prendido humilde en su camisa blanca y desprendido a cada instante para darlo sin intereses a los que la rodean.



Y las constelaciones la contemplaban sorprendidas rodeando su frágil y delicada figura de porcelana.

Abrió los ojos. Respiró profundamente mientras daba vueltas al anillo de su mano izquierda. Se iluminó la estancia y como si tal cosa no hubiese sucedido un segundo atrás, continuó la clase.



En Judimendi el trece de diciembre de dos mil once

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