20 diciembre 2010

Entonces los caminos se convierten en ríos







 
   Y nadábamos desnudos, al declinar la tarde, desplegando nuestra inocencia entre limos perdidos, en cada recodo, en cada calle, en cada patio–corrala, junto a las paneras vacías donde el tamo bailaba al trasluz del rayo oblicuo de la siesta.
   Y gritábamos entre los abrevaderos, buscando en la oscuridad de los ojos del ganado cualquier indicio de miedo, esquivando ramales y cencerros. Pisando alados la paja sucia y el estiércol aún caliente y humeante. Esperando, al correr, sementales y gorrinos, el trallazo del mayoral, mientras sus pezuñas negras golpeaban la madera bajando del camión tras el viaje desde la dehesa.
   Desde la ventana interior se disparan siempre miradas traviesas a los muslos de los jóvenes, sobre sus rodillas negras, sus pantalones zurcidos y sobre todo del cordel de cáñamo que aprieta sin ataduras apenas. Miradas cruzadas a la carrera, sin aliento , sin sellos, que permanecen en la saliva, en el tiempo. Blusas blancas que se adivinan en el portal oscuro, junto a la escalera que sube, al caer la noche. Apretados besos con la boca abierta, sintiendo el bello húmedo y la sal. Pezones abiertos, calientes, tersos, … mermelada de cereza,  entrecortado el aliento.
   Que pasó el día, niña, en el verano de allá, del recuerdo, donde las acacias ofrecían sus flores y las malvas sus panecillos en los bordes de los caminos.
Permanecen encima de la “turca” doblados y en silencio los trozos de mi existencia, cromos apilados en montones de melancolías, de colores dulces y verdes y amarillos, envueltos con cariño. Los ojos de la vida cerrados, bien prietos, solo así, entonces..., los caminos se convierten en ríos.
         En Judimendi el día veinte de febrero de dos mil nueve

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